Descripción
LA ESPADA DE RHIANNON – LEIGH BRACKETT
La Puerta hacia el Infinito
Al salir de la casa de Madam Kan, Matt Carse notó que alguien le seguía. Aún resonaba en sus oídos la risa de las muchachas de piel oscura, y los vapores del thil nublaban sus ojos como un velo cálido y dulce. Pero ello no le impidió advertir a su espalda, en el silencio de la fría noche marciana, el roce de unos pies calzados con sandalias.
Cautelosamente, Carse comprobó que la pistola de protones salía con facilidad de la funda. Pero no intentó despistar a su perseguidor mientras recorría las calles de Jekkara sin aflojar ni apretar el paso.
«En el Barrio Antiguo será mejor. Por aquí aún quedan demasiados transeúntes», se dijo.
Jekkara no dormía, pese a lo avanzado de la hora. Nadie duerme en los Canales Bajos, pues se hallan fuera de la Ley y allí el tiempo no cuenta. En Jekkara, en Valkis y en Barrakesh la noche no es más que un día con menos luz.
Carse continuó su camino a la orilla de las aguas negras y tranquilas del antiguo canal, abierto en el fondo de un mar ya extinguido para siempre. Vio que el viento agitaba la llama de las antorchas siempre encendidas, y oyó fragmentos de melodía de los laúdes que nunca dejaban de tocar. Mujeres y hombres, menudos, delgados y cautelosos como gatos cruzaban por las calles en sombras, sin hacer otro ruido sino el tintineo de las campanillas que llevaban ellas. Era un sonido tan tenue como el de la lluvia, un sonido en el que se concentraban todas las dulces perversidades del mundo.
Cautelosamente, Carse comprobó que la pistola de protones salía con facilidad de la funda. Pero no intentó despistar a su perseguidor mientras recorría las calles de Jekkara sin aflojar ni apretar el paso.
«En el Barrio Antiguo será mejor. Por aquí aún quedan demasiados transeúntes», se dijo.
Jekkara no dormía, pese a lo avanzado de la hora. Nadie duerme en los Canales Bajos, pues se hallan fuera de la Ley y allí el tiempo no cuenta. En Jekkara, en Valkis y en Barrakesh la noche no es más que un día con menos luz.
Carse continuó su camino a la orilla de las aguas negras y tranquilas del antiguo canal, abierto en el fondo de un mar ya extinguido para siempre. Vio que el viento agitaba la llama de las antorchas siempre encendidas, y oyó fragmentos de melodía de los laúdes que nunca dejaban de tocar. Mujeres y hombres, menudos, delgados y cautelosos como gatos cruzaban por las calles en sombras, sin hacer otro ruido sino el tintineo de las campanillas que llevaban ellas. Era un sonido tan tenue como el de la lluvia, un sonido en el que se concentraban todas las dulces perversidades del mundo.